Labor reforms in Spain from the perspective of the opposition of interests between Capital and Labor
Peio Salazar Martínez de Iturrate
Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea
Resumen: Desde la aprobación del Estatuto de los Trabajadores en 1980, la legislación laboral española ha tenido varias reformas, al menos una por cada Gobierno. En este artículo se analiza cómo las diferentes reformas han afectado a los dos partes que componen la relación laboral: el Capital (como parte empleadora) y el Trabajo (como parte empleada). A lo largo de estas más de cuatro décadas de reformas se puede observar cómo casi todas han seguido la misma dirección: la adaptación de la legislación laboral española a las necesidades del modelo neoliberal, lo cual se ha traducido en una degradación de los derechos y garantías correspondientes a trabajadoras y trabajadores.
Palabras clave: Reforma laboral, trabajo, relación laboral, derecho del trabajo, neoliberal, lucha de clases.
Abstract: Since the approval of the Workers’ Statute in 1980, Spanish labor legislation has undergone several reforms, at least one by each Government. This article analyzes how the different reforms have affected the two actors that make up the labor relationship: Capital (as the employer actor) and Labor (as the employed actor). Throughout these more than four decades of reforms it can be seen how almost all of them have followed the same direction: the adaptation of Spanish labor legislation to the needs of the neoliberal model, which has resulted in a degradation of the rights and guarantees corresponding to workers.
Keywords: Labor reform, labor, labor relationship, labor law, neoliberalism, class struggle.
* Correspondencia a/Correspondence to: Peio Salazar Martínez de Iturrate. Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea – pello.salazar@ehu.eus – https://orcid.org/0009-0005-4486-5270
Cómo citar/How to cite: Salazar Martínez de Iturrate, Peio (2024). «Las reformas laborales en el Estado español desde una perspectiva de oposición de intereses entre Capital y Trabajo»; Inguruak, 76, -88. (https://doi.org/10.18543/inguruak.256).
Recibido/Received: 11 abril, 2024; Versión final/Final version: 26 mayo, 2024.
ISSN 0214-7912 / © UPV/EHU Press
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La esencia de cualquier actividad económica mercantil en la sociedad capitalista descansa en la interacción ineludible entre dos elementos fundamentales: el Capital y el Trabajo, o lo que es lo mismo, la actividad humana realizada por una persona y los medios y recursos necesarios para dicha actividad. Esta dualidad atraviesa toda actividad económica productiva y, con ella, toda la sociedad que deriva de la misma. En la sociedad actual esa dualidad se personifica en «dos actores antagónicos en la estructura social y laboral (…): los/as trabajadores/as y los/as empleadores/as» (Pinto 2023, 21). De esta manera, nos hallamos ante dos figuras fundamentales para entender la realidad socio-económica actual, categorías que fundamentan lo que desde el marxismo se ha entendido cómo la sociedad de clases, formada por la clase capitalista (burguesía, patronal, empresariado, rentistas, etc.) y la clase trabajadora (proletariado, aristocracia obrera, etc.).[1] Pese a que el planteamiento de clases ha sido cuestionado desde determinadas perspectivas y discursos,[2] hay una cuestión que, a la luz de los elementos que explicaremos a continuación, resulta difícil cuestionar: la oposición irreconciliable de intereses entre empleadores/as y trabajadores/as, o lo que es lo mismo, entre burguesía y clase trabajadora.
Podemos hallar los indicios evidentes de dicha oposición en dos aspectos fundamentales que regulan precisamente la relación económica: por un lado, la legislación laboral, dedicada específicamente a regular la relación entre empleado/a y empleador/a; por otro lado, los propios procesos de negociación en los que se toman las principales decisiones que afectan a las relaciones laborales, los cuales son llevados a cabo por los representantes de ambas partes, esto es, patronal y sindicatos.
Así las cosas, la legislación laboral se fundamenta en el Derecho del Trabajo, el cual surgió para contrarrestar el carácter leonino inherente a la relación contractual laboral, que se da entre las dos partes mencionadas, y en la que, una de ellas, el empleador/a, tiene una posición de ventaja que sistemáticamente aprovechará (impelido por las propias lógicas inherentes al sistema competitivo capitalista) para arrancar unas condiciones más ventajosas para sí mismo respecto a la parte subordinada, el trabajador/a. Del mismo modo, los principales agentes que participan en la negociación de las condiciones legislativas que regulan dicha actividad no son otros que los representantes de una parte y de otra (patronal y sindicatos), a los que se suma la labor mediadora del gobierno.[3]
Partiendo de esta oposición inherente de intereses entre Capital y Trabajo,[4] podemos analizar la evolución de la legislación laboral en función de cómo afecta a ambas partes en una especie de juego de suma cero: lo que una parte gana, lo pierde la otra. Y este es precisamente el objetivo del presente artículo: analizar sucintamente las sucesivas reformas laborales en el Estado español para comprobar cómo han afectado a la relación laboral entre empleadores/as y empleados/as, esto es, entre Capital y Trabajo.
Nuestro análisis se centra en el periodo histórico marcado por el régimen actual, aquél que surge de la llamada Transición, con la aprobación del Estatuto de los Trabajadores (denominado a partir de ahora ET) en 1980 como tratado fundacional en la materia que aquí se refiere, y el cual se prolonga hasta nuestros días. En estas cuatro décadas se han sucedido 14 legislaturas repartidas entre dos partidos que se han alternado en el Gobierno, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y el Partido Popular (PP), variable que se tendrá en cuenta a la hora de realizar el análisis.
A la hora de considerar el inicio de la legislación laboral en el régimen actual, hay que tener en cuenta que durante la última década del Régimen franquista se establecieron algunas características que determinaron la evolución laboral posterior, lo cual suponía partir de una legislación laboral inicial muy favorable a la parte empleadora. Un hecho representativo de ello es que durante el franquismo las relaciones laborales eran reguladas por el Sindicato Vertical, que aunaba, en la misma organización, la representación de las personas trabajadoras y la de la patronal. La tardía industrialización del Estado español retrasó la llegada del sistema salarial fordista, y además se desarrolló de forma particular y limitada, con el empleo enfocado sobre el varón cabeza de familia y con acceso a la economía formal.[5]
El punto de origen del actual régimen laboral español es la Constitución Española (denominada a partir de ahora CE) del 78, a la que sigue la derogada Ley Básica de Empleo y el ET en 1980. Según Joaquín García Murcia, catedrático de Derecho del Trabajo y Seguridad, en esos años se abre «una nueva etapa para la legislación laboral y social en España, no sólo por las exigencias constitucionales, sino también por el entrecruzamiento de nuevos problemas (el desempleo), nuevos requerimientos del sistema productivo (flexibilización) y un nuevo contexto desde el punto de vista internacional y comparado (incorporación de España a la Comunidad Europea)» (García Murcia 2004, 31).
La CE es el texto fundacional del Régimen del 78 y en ella se establecen una serie de principios que la legislación posterior desarrolló, pero «hay mucha decepción en alguno de estos desarrollos del texto constitucional, que normalmente priorizan los interés empresariales y acentúan la desigualdad económica y social preexistente, sobre la base de una cierta fetichización del “mercado” frente al “Estado”, de la “economía” frente a la política, relación de oposición que usualmente viene a significar que aquélla prescinde de la democracia de ésta» (Baylos 2003, 15).
Además, el carácter de lo establecido por la CE destaca por suponer una continuación en determinados aspectos del sistema desarrollado en las últimas décadas del régimen franquista, aunque también se produjeron importantes avances a favor de la clase trabajadora (legalización de sindicatos, huelgas, negociación colectiva, etc.). Este hecho permitió la modernización del sistema laboral español ya entrado el último cuarto del S. xx. También destaca por mostrar una contradicción teleológica —resultado de la oposición de intereses anteriormente mencionada— que se instala en el seno de la legislación laboral: la función original de protección de la población trabajadora frente a las disfunciones del mercado, por un lado; y la adecuación de la fuerza de trabajo a los requerimientos del modelo neoliberal, por el otro.
Encontramos ejemplos de la función de protección social y laboral en diversos artículos de la CE como es el caso del artículo 35, en el que se establece el derecho subjetivo del ciudadano/a al trabajo, o el artículo 40, que orienta la política social y económica hacia una distribución de la renta más igualitaria, la estabilidad económica y, de manera especial, hacia el «pleno empleo». Sin embargo, el hecho de que nunca se haya conseguido lograr ni remotamente el pleno empleo, puede explicar por qué en el Estado español se han dado datos tan negativos en cuanto a pobreza de una parte considerable de la población: 13,7 millones de personas en el año 2022, más de una de cada cuatro personas, según AROPE (2023).
Como decíamos, la legislación laboral fue iniciada en 1980 con el ET y la Ley Básica de Empleo. Según Joaquín García Murcia, en algunos aspectos el «Estatuto de los Trabajadores fue bastante continuista» (García Murcia 2003, 33) respecto al régimen franquista, lo cual suponía, de facto, una gran ventaja de los empleadores/as frente a los empleados/as. De hecho, «el Estatuto de los Trabajadores llegó a verse como una norma «retrógrada», en el sentido de que disminuía niveles de tutela o protección alcanzados ya con la LCT o, sobre todo, con la LRL de 1976» (Ibíd.).
A partir de la llegada al gobierno de Felipe González (PSOE) en 1982 se producen una serie reformas que durante las tres décadas siguientes desarrollaron la legislación laboral española sobre dos objetivos: el primero, la adaptación de la legislación laboral a las necesidades de la economía capitalista, con la flexibilización del mercado laboral como elemento central; el segundo, a rebufo del primero, la pretensión de atenuar las consecuencias del primer objetivo, sobre todo en lo relativo a la aparición de importantes tasas de trabajo precario (parcial y temporal) y el desempleo. Como vemos, la misma contradicción inherente a la oposición de intereses entre Capital y Trabajo atraviesa ya desde el principio la reforma de la legislación laboral.
De acuerdo con García Murcia, podemos distinguir una primera etapa de reformas entre 1984 y 1994 en la que se produjo «sobre todo la ampliación de las posibilidades de la contratación temporal, mediante el «Contrato para el Fomento del Empleo», en el que se prescindía de las tradicionales exigencias causales, todo ello como incentivo a las empresas para animarlos a la colocación de mayor número posible de trabajadores» (García Murcia 2003, 35).
En la reforma de 1984 se inicia la estrategia de flexibilización con la creación del mencionado contrato temporal para el fomento de empleo, proceso que daría inicio a la dualización del mercado laboral español, con un grupo de trabajadores (varones ya incorporados al sistema salarial) en condiciones de estabilidad y seguridad a los que apenas afectaron los cambios, y un segundo grupo que aparece en la década de 1980 (anteriormente se encontraban en la economía sumergida) a raíz de estas reformas, formado por trabajadores/as precarios/as y desempleados/as (jóvenes, mujeres, etc.) que sufren las consecuencias de la flexibilización del mercado laboral.[6] Así aparece en el mercado laboral español, lo que desde la Teoría del Mercado Dual o de la Segmentación Laboral (Doeringer y Piore, 1985) se ha definido como segundo segmento (el inestable y precario) del mercado laboral, en oposición al primer segmento, el definido por el trabajo estable y con garantías.
La reacción social y sindical a estos cambios se expresaron en la exitosa huelga general de 1988, que pudo ralentizar la velocidad de los cambios, pero no evitarlos.[7]
Cabe destacar que este primer periodo de reformas caracterizado por la estrategia de la flexibilización del mercado laboral (regularización y facilitación del empleo temporal), es llevada a cabo por el PSOE, partido que, en principio, era afín a la clase trabajadora, pero cuyas reformas en dicha etapa fueron favorables al empresariado debido a que estaban enfocadas a cumplir con las exigencias del entonces emergente modelo neoliberal. Sería el inicio de una losa que ha pesado sobre el mercado laboral español desde entonces en forma de alta temporalidad y de dualización del mercado laboral.[8]
Entre 1993 y 1994 se da una nueva ofensiva de reformas laborales cometidas por el PSOE que adulterarían el mercado laboral en detrimento de la clase trabajadora desde entonces.[9] De esta forma, el PSOE aprobó la legalización de las Empresas de Trabajo Temporal (ETT) con el apoyo del PP, CIU y PNV, lo cual suponía modificar el ET, que en el artículo 43 prohibía expresamente la cesión de trabajadores/as por terceros/as, entendido como tráfico de fuerza de trabajo.
La convergencia con «países centrales de la Unión Europea» aparece en la exposición de motivos de la propia Ley 14/1994. Además, cabe destacar cómo en dicha exposición de motivos se apunta que la legalización de ETT-s permitirá la «diversificación profesional y formación polivalente» y «compaginar la actividad laboral con otras ocupaciones no productivas o responsabilidades familiares», lo que refleja hasta qué punto la reforma iba dirigida hacia dos colectivos malogrados en el mercado laboral español: jóvenes y mujeres; los cuales serían integrados en el mercado laboral cómo trabajadores/as de segunda, o como pertenecientes al segundo segmento. Fue esta la manera con la que se dio entrada a grandes corporaciones ya asentadas internacionalmente como Ranstad, Adecco o Manpower.
Debe señalarse, además, que la aprobación de medidas específicas que beneficiaban a colectivos concretos supuso la materialización del paradigma centrado en la exclusión, el cual desplazó la concepción basada en clases sociales:
«La negación de la existencia de clases diferentes, con intereses reconocidos como total o parcialmente contradictorios y la concentración de los análisis en el conglomerado de los «excluidos», precisamente definido por su ausencia de participación en el proceso productivo, invalida casi de golpe el discurso de la crítica social tradicional, que pondría de manifiesto, por ejemplo, el incremento de las desigualdades entre los «incluidos» en el mismo momento en que esta cualidad los convierte, de acuerdo con los esquemas analíticos dominantes en la actualidad, en los nuevos “privilegiados”» (Boltanski y Chiapello, 2002: 421).
Tal y como veremos en las siguientes reformas, esta concepción basada en la exclusión fue utilizada para impulsar modificaciones que perjudicaron a la clase trabajadora, haciendo del trabajador/a asalariado/a que no entra dentro de los colectivos excluidos una suerte de privilegiado/a al que hay que igualar con el resto, pero a la baja.
En cuanto a la reforma de la negociación colectiva, el objetivo fue, de nuevo, otorgar a la parte empleadora mayor poder de gestión mediante la reducción del impacto real que los convenios sectoriales tenían sobre las empresas.[10]
En cada convenio colectivo se incluyeron cláusulas de descuelgue que por sí mismas justificaban la inaplicación del mismo, otorgando a las empresas el poder de determinar las salarios de forma autónoma, sin el condicionamiento exterior que suponían los convenios colectivos, que servían de mecanismos protectores que atenuaban el desequilibrio de poder entre empleadores/as y empleados/as: «estas “cláusulas de descuelgue” en materia salarial suponen de hecho, la determinación en cada empresa de los niveles salariales con el único tope del salario mínimo interprofesional» (Baylos 2003, 137). Dichas clausulas establecían como justificaciones para el descuelgue motivos como la adopción de medidas que «contribuyan a mejorar la situación de la empresa», aquellas que busquen favorecer su «posición competitiva» en el mercado o permitan una mejor adaptación a las «exigencias de la demanda».
Además, se produce un desplazamiento desde un sistema contributivo al asistencialismo. Se avanza hacia «un modelo de protección distinto, en el que las prestaciones asistenciales dejan de ser el complemento subalterno de las prestaciones contributivas, para asumir un papel central en el sistema de protección» (González Ortega 1993, 33). De este modo, el sistema de protección de la ciudadanía pasa a depender cada vez más de los designios políticos del gobierno de turno —atenazados por los constantes problemas de financiación del gasto social— que de derechos contributivamente obtenidos.
Junto a la reforma de la negociación colectiva y la legalización de las ETT-s, el PSOE creó el contrato de aprendizaje y facilitó el despido por causas económicas, lo que sería el inicio del socavamiento de la protección frente al despido libre y arbitrario, protección garantizada, en teoría, por el Derecho del Trabajo. Todas estas medidas beneficiaban a la parte empleadora en perjuicio de la parte asalariada. Cabe destacar que esta ofensiva reformista se llevó sin el consenso entre las partes implicadas, Capital y Trabajo, precisamente por el profundo desacuerdo mostrado por los representantes de la clase trabajadora, los sindicatos.
El contexto de todas estas reformas en las que «se registra una notable ampliación de los márgenes de gestión empresarial en relación con los recursos humanos» (García Murcia 2003, 35) era el de una crisis económica que supuso problemas para financiar el gasto social, pero eso no evitó que estas medidas se aprobasen a pesar de una alta oposición social que se tradujo en la derrota electoral del PSOE a favor del PP en 1996.
La siguiente etapa tuvo lugar entre 1997 y 2004 y, en principio, se caracterizó por aparentar un cambio de rumbo respecto a las reformas anteriores, ya que se introdujeron novedades que ya no iban simplemente orientadas hacia la flexibilización del mercado de trabajo y el aumento de la desprotección social. Dichas reformas fueron aprobadas por el PP en su primera legislatura, en el inicio de un ciclo de gran crecimiento económico que coincide, no por casualidad, con el inicio de la burbuja inmobiliaria (Banco de España 2017). Esta reforma era novedosa ya que fue la primera que se realizaba con la participación y el consenso entre los representantes del Capital y del Trabajo, esto es, patronal y principales sindicatos. Este acuerdo social contaba con tres grandes apartados: Acuerdo Interconfederal para la Estabilidad del Empleo, Acuerdo Interconfederal sobre Negociación Colectiva y Acuerdo sobre Cobertura de Vacío.
Cabe destacar que una de las primeras modificaciones introducidas por el Gobierno de José María Aznar (PP) fue ventajosa para una parte de los trabajadores/as del segundo segmento, los más vulnerables en ese momento: quienes trabajaban para ETT-s: «Los trabajadores contratados para ser cedidos a las empresas usuarias no sólo han sufrido las consecuencias de una elevada precariedad laboral, derivada del carácter temporal que este tipo de contratación supone y de la prestación de servicios en distintas empresas por períodos cortos, sino que además sus salarios se encuentran muy por debajo de los salarios reconocidos a los trabajadores de la empresa usuaria que efectúan los mismos trabajos o trabajos de igual valor, al serles de aplicación distintas normas pactadas» (Exposición de Motivos, Ley 29/1999).
De este modo, el Gobierno del PP reconocía el importante daño provocado por la legalización de las ETT-s en la legislatura anterior del PSOE y, aunque lejos de proponer su ilegalización, introducía una modificación que sería transcendental para la mejora de las condiciones de estos trabajadores/as: la convergencia de salarios, esto es, que los trabajadores/as cedidos/as por ETT-s cobrasen lo mismo que los contratados/as directamente por la empresa. Así las cosas, en este caso podemos observar una de las pocas excepciones a la lógica por la que la gran mayoría de las modificaciones laborales han favorecido a los intereses de la parte empleadora frente a la parte asalariada; excepción para la que hay una explicación política: con esta modificación se obtuvo una paz social ya que con ella los sindicatos mayoritarios (Comisiones Obreras y Unión General de Trabajadores, CCOO y UGT en adelante) aceptaron definitivamente la existencia de las ETT-s.
Del mismo modo, el resto de reformas del PP se desarrollaron sobre la noción de que las reformas laborales previas no habían tenido el impacto deseado.[11] Se creó el contrato para el fomento del empleo indefinido, que buscaba facilitar el acceso a empleos estables a determinados colectivos (jóvenes, mayores de cuarenta y cinco, minusválidas/os, mujeres en sectores tradicionalmente masculinizados, paradas/os de larga duración) a través de la devaluación de los costes de despido por «causas objetivas» (factores de la empresa independientes del comportamiento del/de la trabajador/a) para dichos colectivos. Así, se produce una nueva flexibilización de las condiciones de despido (33 días por año trabajado con un máximo de 24 mensualidades frente a los 45 sin límite del contrato ordinario). Posteriormente se aumentó el número de colectivos que podían ser contratados con este contrato. Asi las cosas, vemos cómo el discurso de supuestos beneficios para determinados colectivos vulnerables sirve para impulsar una merma en las garantías legislativas que protegen a los trabajadores/as.
Otras medidas buscaron incentivar igualmente la contratación indefinida, por un lado, y fomentar el contrato parcial, además de regular ciertas garantías de éste, por otro lado. De nuevo se produce una mejora para las condiciones del Capital ya que la incentivación de la contratación indefinida se realiza mediante la financiación de empresas con ayudas económicas y con ayudas institucionales, además del fomento del contrato a tiempo parcial que flexibiliza la gestión laboral y sus costes. En sentido de protección laboral, cabe destacar los intentos para revestir de ciertas garantías los contratos precarios que durante la década de los 90 se habían extendido.
En definitiva, las reformas efectuadas por el PP en su primera legislatura eran favorables al empleador/a, en coincidencia con las anteriormente analizadas funciones ejercidas por el Estado: «la filosofía de la reforma sigue siendo consolidar la flexibilización del mercado de trabajo español, si bien evitando los efectos más perversos de la contratación temporal, pero no hay un cambio decidido de orientación en la política de contratación laboral» (Monereo 2011, 212).
Una nueva fase es identificada por García Murcia entre 2000 y 2003, esta vez con el PP con mayoría absoluta, lo que puede explicar el cambio de sentido de éstas respecto a la etapa anterior. Con la Ley 12/2001 se reformó ampliamente el ET para ajustar y adaptar sus preceptos a las nuevas condiciones jurídico-económicas y para incorporar determinadas directrices de la Unión Europea. Dicha Ley se traduce, de nuevo, en «una flexibilización notable respecto al régimen jurídico precedente (incluso en relación con las reformas cercanas en el tiempo, como la de 1998 sobre el trabajo a tiempo parcial)» (García Murcia 2003, 38).
También en 2002, junto a la Ley 12/2001, se instaura la Ley 45/2002 que tiene por objeto la flexibilización de las condiciones de la jubilación, facilitando la prejubilación en determinados casos (con importantes restricciones en la duración de la cotización), la jubilación parcial y, sobre todo, fomentando el retraso de la jubilación más allá de los 65. Precisamente la Ley 45/2002 tenía como principal objetivo «combinar el sistema de prestaciones europeo y subsidios de desempleo con el desarrollo de una política «activa» de empleo, tratando de que el acceso a dichas ayudas públicas por parte de los desempleados no actúe como desincentivo o freno a la hora de buscar un nuevo empleo» (García Murcia 2003, 41).
En 2003, aún bajo gobierno del PP, se regula la Ley de Empleo 56/2003. Las principales novedades respecto a la ley anterior se produjeron en relación a la integración europea y a la consolidación del modelo territorial por autonomías. De hecho, en esta nueva ley se reflejan los cuatro pilares de la política comunitaria en materia de empleo: inserción ocupacional, fomento del espíritu de empresa, flexibilidad e igualdad de oportunidades, como se refleja en el artículo 23.1 LE 56/2003:
«El conjunto de todos los programas y medidas de orientación empleo y formación que tienen por objeto mejorar las posibilidades de acceso al empleo de los desempleados en el mercado de trabajo, por cuenta propia o ajena, y adaptar la formación y recalificación para el empleo de los trabajadores, así como aquellas otras destinadas a fomentar el espíritu empresarial y la economía social».
Uno de los cambios más importantes en este periodo es el encarecimiento de la indemnización de fin de contrato en el caso de los temporales, lo cual supone una más de las pocas modificaciones legislativas que beneficiaban clara e inequívocamente al trabajador/a frente al empleador/a. En sentido contrario, se da la limitación de indemnización por despido en los contratos indefinidos ordinarios. El objetivo era frenar el aumento de los contratos temporales, pero a costa de menguar la calidad de los trabajos estables.
El balance de la etapa legislativa protagonizado por el gobierno del PP es sintetizado por Antonio Baylos cuando señala que el ejecutivo presidido por J.M. Aznar pretendió poner en práctica «un modelo de relaciones laborales caracterizado por el asistencialismo social, la empresarialización como forma descentralizada de regulación de las relaciones laborales y la permanente bifurcación de las formas de empleo en donde el trabajo estable se corresponde cada vez más con un trabajo subvencionado, unido a una estrategia generalizada de reducción de costes salariales y de degradación de las garantías colectivas de los trabajadores» (Baylos 2003, 242).
Las siguientes modificaciones de la legislación laboral se realizan en 2006, con el gobierno de J. L. R. Zapatero (PSOE). Esta vez la reforma (Real Decreto-Ley 5/2006) se realiza sobre el consenso, al igual que en 1997, entre gobierno, patronal y sindicatos, también en unas condiciones económicas de bonanza. Pese a la prosperidad del sistema económico, el mercado laboral español sufría las tasas más altas de precariedad y desempleo de la Unión Europea. Paliar estas dramáticas condiciones fue el objetivo de dichas reformas y el modo de hacerlo fue profundizar en las mismas medidas que las habían provocado: rebajar los costes laborales de las empresas a la vez que se mejoraba la protección por desempleo a colectivos específicos.
El problema de la precariedad se abordó con diferentes medidas. Se limitó el encadenamiento abusivo de contratos temporales más allá de los dos años. De forma similar a anteriores reformas, el Estado subvencionaba (disminución de las cotizaciones empresariales) a las empresas que contratasen de forma indefinida a trabajadores/as. Por lo tanto, no hubo muchas medidas novedosas en la reforma de 2006, sino, más bien, medidas que profundizaban las modificaciones que se habían realizado durante las dos décadas anteriores. En resumen, se produce
«una multiplicidad de formas de contratación y todas ellas tienden hacia la individualización eludiendo toda posibilidad de estandarización. Esa individualización contractual —a través de distintos tipos contractuales— sitúa fácilmente en condiciones de precarización objetiva y subjetiva generalizada para amplias capas de la población activa. Es decir, que los tipos contractuales no sólo formalizan, sino que también propician la precariedad, ya que esta es al mismo tiempo material y jurídico-formal. (…) Pero aquellos individuos que no están en situación precaria también reciben el efecto psicológico disciplinario —en su forma externa como amenaza, y también en su forma interna como auto-disciplina— de una posible “caída” en la precariedad en cualquier momento. Todo ello se enmarca en un nuevo gobierno de la inseguridad social que combina el «workfare» restrictivo con el «prisonfare» expansivo, el cual entronca con el giro político y jurídico disciplinario y punitivo de las sociedades avanzadas que siguen la senda de la desregulación y “re-regulación” económica selectiva y la reducción —igualmente selectiva— de los instrumentos de protección social pública» (Monereo 2014, 68-69).
Además, con el Gobierno de J. L. R. Zapatero se dieron nuevos pasos en el desarrollo de las competencias territoriales, con el traspaso de las políticas activas de empleo al Gobierno vasco en 2010.
Si bien la legislación laboral española ha estado en proceso de reforma de forma continua prácticamente desde que se aprobó el ET en 1980, en los años posteriores a 2008 se produjo un periodo de transformación de amplio calado. Dicha fase se inicia, no por casualidad, a raíz del enorme impacto de la crisis en la economía española, y, precisamente esta, sirve como elemento central a la hora de justificar la importante degradación en cuanto a derechos y garantías que se dio para los asalariados/as. De hecho, esta etapa de reformas es llevada a cabo por PSOE, primero, y PP, después, alternancia que no afectó a la orientación neoliberal de las mismas.
El carácter neoliberal del grueso de estas transformaciones se da, en buena medida, por el marco institucional que supone la Unión Europea, y con los fundamentos que desde esta se impulsan a través de dos documentos: Libro Verde sobre «La modernización del Derecho Laboral» (Bruselas, 22.11.2006 COM/2006), y la Comunicación «Hacia unos principios comunes de la flexi-seguridad: Más y mejor empleo mediante la flexibilidad y la seguridad» (COM (2007) [SOC/283, de 22 de abril de 2008]). Este condicionamiento ya fue previsto por Bourdieu una década antes:
«No cabe esperar de la integración monetaria que asegure la integración social. Muy al contrario: sabemos, en efecto, que los Estados que quieran preservar su competitividad en el seno de la zona euro a costa de sus socios comunitarios no tendrán más solución que rebajar las cargas salariales reduciendo las cargas sociales; el dumping social y salarial y la “flexibilización” del mercado de trabajo serán los únicos recursos de que dispondrán los Estados, privados de la posibilidad de maniobrar con los tipos de cambio» (Bourdieu 1999, 85).
Así las cosas, el «dogma neoliberal» (Salazar, 2017) —esto es, la idea de que el crecimiento económico es el objetivo socio-económico prioritario, por encima de cualquier otro—[12] se encuentra entre los fundamentos de dichas transformaciones, con una evidencia mayor que en anteriores reformas: «el nuevo modelo adquiere una especial centralidad un marco institucional orientado hacia la rentabilidad, la productividad, la competitividad empresarial y la reducción del coste (directo e indirecto) del factor trabajo a través de una serie de medidas encadenadas» (Monereo 2014, 23).
Pese a que en esta etapa las reformas se sucedieron en dos fases, la similitud entre ambas es tal que conviene agruparlas y analizarlas por los aspectos que reformaron. Conviene señalar que las reformas realizadas bajo el Gobierno del PSOE tienen su punto central en el Real Decreto-Ley 10/2010 y en la Ley 35/2010; la reforma realizada por el PP se realizó, principalmente, a partir de la Ley 3/2012.
Respecto a la protección del empleo, esto es, la protección de los trabajadores/as frente al despido, ya en 2010 se produce una ampliación de las causas que pueden justificar un despido como procedente. Se establecen causas económicas (si la rentabilidad de la empresa está amenazada), técnicas (introducción de nuevos métodos de producción), organizativas (en busca de mayor flexibilidad para la parte empleadora) y de producción (asociadas a las oscilaciones de la demanda). Así, despidos anteriormente improcedentes pasan a ser procedentes, lo que supone una disminución de la indemnización correspondiente al trabajador o trabajadora despedido/a, de 45 días a 20 días por año de trabajo. En 2012 la reforma del PP daría una nueva vuelta de tuerca en este sentido, ya que suprimió la obligación del empleador/a de presentar un documento legal para justificar la procedencia y la razonabilidad del despido, sea éste individual o colectivo. Se elimina también el requisito de autorización administrativa previa a los casos de despido colectivo.
En la reforma de 2010 también se reduce el plazo de preaviso del despido, de 30 a 15 días. La reforma del PP en 2012 completaría la transformación aplicando la misma reducción de plazo de preaviso (de 30 a 15) para la modificación sustancial y unilateral por parte del empresario/a de las condiciones de trabajo. Una vez más, esta vez en la reforma de 2010, encontramos la excepción en el aumento de indemnización por finalización de contrato en el caso de los contratos temporales, que pasa de 8 días por año a 12 como objetivo en 2015. En sentido contrario, en la reforma del PP en 2012 se realizó una igualación a la baja entre los despidos procedentes y los improcedentes: la indemnización por despido improcedente pasó de 45 días por año con máximo de 42 mensualidades a cobrar a 33 días con 24 mensualidades.
En 2012 también se creó un nuevo tipo de contrato: el contrato de trabajo por tiempo indefinido de apoyo a los emprendedores, el cual fue objeto de amplio debate debido a las condiciones que ofrecía. Este contrato sólo puede ser realizado por empresas que no hayan hecho despidos improcedentes en los últimos 6 meses. El nuevo contrato ofrece la posibilidad de despido libre durante el primer año, que se considera como un plazo de prueba para la persona empleada. Gutierrez Perez (2014) ha señalado —a partir de una resolución del Comité de Expertos en Aplicación de Convenios y Recomendaciones de la OIT ante la reclamación interpuesta por CCOO y UGT— como esta condición contradice el Convenio n.º 158 de la Organización Internacional del Trabajo debido al excesivo e incoherente periodo de prueba al que se le somete al trabajador/a. El razonamiento se basa en el hecho de que no hace falta trabajar un año para conocer la aptitud de un trabajador/a. Además, con este contrato, la empresa disfrutaba de ventajas fiscales. A este respecto, Jaime Cabeza Pereiro (2022, 69) apunta que «indudablemente, el estatuto de quien puede ser objeto de un despido fácil y asequible no es el mismo de quien ostenta, verdaderamente, una estabilidad real en el empleo».
En definitiva, durante esta etapa se dio una regresión importante en la protección frente al despido para trabajadores/as indefinidos/as.
Respecto a la negociación colectiva y a los mecanismos de fijación de salarios también se produjeron importantes cambios, produciendo una transformación substancial de la misma, instalando unas condiciones que eran especialmente ventajosas para los empresarios/as, mucho más allá de lo acordado previamente con los sindicatos.
Ya en 2010 se incorporan disposiciones que permiten la modificación de las condiciones establecidas por los convenios correspondientes a las empresas que han llegado a un acuerdo con sus asalariados/as. De este modo, condiciones clave, como los salarios, jornadas laborales o distribución de las horas pasan a ser modificables en el seno de cada empresa, restando presencia y alcance a los convenios colectivos. En 2011 el PSOE legisla nuevas transformaciones profundizando las anteriores a través del Real Decreto-Ley 7/201, que modifica el artículo 83.2 ET y de forma más profunda del articulo 84 ET, con el que los convenios a nivel de empresa tienen prioridad sobre los convenios sectoriales en lo que respecta a condiciones como salarios, horarios y organización del trabajo.
Las reformas del PP a través del RDL 3/2012 en esta materia fueron más lejos. Se flexibilizaron las causas que permiten a las empresas el descuelgue de un convenio superior, pudiendo así ignorar las condiciones impuestas por éste. También se amplió el poder de la parte empleadora para cambiar unilateralmente las condiciones de trabajo. Por último, se limitó la ultra actividad de los convenios a un año desde su denuncia, más allá del cual éste dejaba de estar vigente. De ese modo, las ventajas para la burguesía en el caso de la negociación entre empresa y asalariados/as son evidentes: basta con esperar a que pase el año de ultra-actividad para beneficiarse de una situación sin convenio. Así, los trabajadores/as se ven más presionados/as hacia el acuerdo en la negociación con la empresa.
El Salario Mínimo Interprofesional (SMI) también sufrió modificaciones que, como era de esperar, iban en perjuicio de los asalariados/as, pese a que el SMI en el Estado español ya era claramente inferior al recomendado por el Consejo Social de Europa en el texto Conclusiones XIV-2 (1998) —en la Observación interpretativa del artículo 4.1—, en el que se establece que el SMI debe ser al menos del 60% del salario medio del país, y el deber de revisar periódicamente si dicha cuantía es suficiente.
El artículo 27.1 ET establece los factores que determinan la fijación del SMI: A) el índice de precios al consumo (IPC); B) La productividad media nacional alcanzada; C) El incremento de la participación del trabajo en la renta nacional; D) La coyuntura económica general. Según Mikel de la Fuente, en 2015 el SMI apenas alcanzaba el 40% del salario medio (39,72%), escasa cuantía que se podría justificar por la incidencia de la crisis. Pero si nos remitimos a la fase de prosperidad y crecimiento económico comprobamos que éste siempre estuvo muy por debajo del 60% del salario medio: «hasta el 2004 se acrecentó la distancia del SMI con los salarios medio» (de la Fuente 2017), lo que contrasta severamente con lo establecido en el ET: el SMI no aumentó al ritmo que lo hizo la economía, la productividad y los precios.
Ya en 2012 el PP añadió diversas disposiciones para incrementar el poder de gestión de la parte empresarial sobre la trabajadora. A partir de entonces las empresas podrían distribuir unilateralmente, y de forma no necesariamente pactada, el 5% de la jornada de trabajo. También se produjeron cambios importantes respecto a las horas extraordinarias, aumentando el número máximo que se pueden realizar, del 15% al 30%, y se redujo el plazo de preaviso de 7 a 3 días. De modo que el legislador, en su apuesta por la incentivación del empresariado, generó contradicciones tales como la de luchar contra el desempleo doblando el número de horas extra legalmente realizables.
El PP también hizo del trabajo parcial un objetivo con el que incentivar la contratación, ofreciendo a los empresarios/as la legalización de horas extra para este tipo de contratos, las cuáles eran consideradas como complementarias: «Las razones de este claro apoyo normativo al contrato a tiempo parcial —(…) más interesante para el empresario mediante la extraordinaria flexibilización del uso del tiempo complementario y la eliminación de algunas de sus rigideces (Real Decreto-ley 16/2013)— son a nuestro juicio evidentes. Y ello ya que aunque la deflación salarial seguramente generará la posibilidad de crear empleo con incrementos del PIB más bajos, es obvio que dichos incrementos en el empleo se realizarán con mayor facilidad si se fomenta un tipo de trabajo como el empleo a tiempo parcial, en especial si se fomenta aquel que solo requiere diez horas semanales de jornada ordinaria, y se establecen además mecanismos que permiten ampliar extraordinariamente dicha cantidad de tiempo de trabajo sin riesgo alguno de consolidar esos incrementos de jornada que pueden acabar por convertirse en estructurales» (Calvo y Rodriguez-Piñero 2014, 46).
Además de lo anterior, en 2011 el PSOE realiza una serie de reformas (Ley 27/2011) de gran calado en el sistema de pensiones. Todas las reformas apuntan a un endurecimiento de las condiciones de cotización y de acceso a la jubilación. El principal cambio se produce en el aumento de la edad de jubilación que pasa de 65 a 67 años. También se producen otras formas de endurecimiento en el acceso a la jubilación, como es el aumento en el número de años de cotización utilizados para determinar la base reguladora de la jubilación, que pasan de 15 a 25. En 2013, el PP (RDL 5/2013) remataría la reforma de las pensiones a través de la eliminación del vínculo automático entre la revalorización de las pensiones y la inflación.
El PP también reformó importantes aspectos del sistema de Seguridad Social en el paquete de reformas de 2012. Redujo la prestación por desempleo transcurridos 180 días del 60% al 50% de la base reguladora. También suprimió el subsidio por desempleo para mayores de 45 años que hubiesen disfrutado de prestaciones contributivas por desempleo durante más de 720 días. Por último, redujo el rango de edad para percibir subsidios asistenciales por desempleo, si antes podían optar a él aquellas/os que tuviesen entre 52 y 65 años, a partir de entonces el rango se redujo a entre 55 y 61, reduciendo también la base de cotización de la Seguridad Social de estos trabajadores/as del 125% al 100%.
Tal y cómo hemos visto, esta etapa de reformas laborales durante la crisis supuso una pérdida de derechos y garantías sin parangón para la clase trabajadora y, a la vez, una mejora sustancial de las condiciones para el empresariado en casi todos los aspectos. Que fuesen los dos partidos que habían protagonizado la lógica bipartidista hasta entonces, PSOE y PP, refleja en buena medida como la orientación neoliberal en la legislación laboral española fue una transformación sistémica.
Si bien las cuatro etapas de reformas laborales habían seguido una tendencia común claramente favorable al Capital frente al Trabajo, se dio un aparente cambio de orientación con la llegada al Gobierno de Pedro Sánchez (PSOE) en 2018, el cual sería seguido en 2020 por el gobierno de coalición entre PSOE y Unidas Podemos (UP).
Dos son las principales reformas que se han dado en esta etapa. La primera, Real Decreto-ley 8/2019, fue llevada a cabo por el gobierno en solitario del PSOE. Destaca la eliminación de la disposición que permitía a las empresas modificar unilateralmente aspectos importantes de la relación laboral. Asimismo, se puso fin a la prevalencia del convenio de empresa sobre el convenio sectorial en materia de salarios, además, de otras medidas que fortalecieron la negociación colectiva dando mayor peso a esta en la determinación de las condiciones laborales y salariales.
Además, del mismo modo que habían intentado en reformas anteriores, se planteó reducir la alta temporalidad del mercado laboral español con medidas específicas para reducir la utilización abusiva de esta forma contractual: se aumentó el coste de la contratación temporal aumentando la cotización de la seguridad; se establecieron límites y restricciones a la contratación temporal, reduciendo la duración máxima y la concatenación de contratos temporales; se fortaleció la inspección de trabajo para detectar y sancionar casos de contratación temporal abusiva o fraudulenta por parte de las empresas; se incentivó la contratación indefinida implementando bonificaciones en las cotizaciones a la Seguridad Social y otras formas de beneficios fiscales.
La gran reforma de esta quinta etapa llega en diciembre de 2021 con el Real Decreto-ley 32/2021 de la mano del Gobierno de coalición formado en 2020 por PSOE y UP. El calado de esta reforma sería mucho mayor que la anterior, que apenas había servido para revertir algunas de las partes más lesivas para la clase trabajadora de las reformas de 2010 y 2012. Cabe destacar que, previamente a la reforma, se dio un acuerdo en la Mesa de Diálogo Social entre las dos partes implicadas (CEOE y CEPYME, como representantes del Capital; los sindicatos CCOO y UGT, como representantes del Trabajo) más el Gobierno.
Uno de los ámbitos en los que se centra la reforma, tal y como se explica en la Exposición de Motivos de la misma,[13] es en los tipos de contrato con el objetivo de reducir la ya clásica alta temporalidad del mercado laboral español y aumentar el porcentaje de asalariados/as estables. Respecto a esto, cabe señalar que anteriores reformas ya apuntaron hacia este objetivo y, más allá de ser estériles en este aspecto, sirvieron para degradar la estabilidad del contrato indefinido.
Sin embargo, cabe suponer, en principio, que esta reforma ha supuesto un esfuerzo por atajar la temporalidad a través de varias medidas que han ido más allá que las anteriores, entre las que destaca la reducción de los motivos que justifican la contratación temporal, la modificación del contrato fijo-discontinuo y la conversión de los contratos temporales en contratos indefinidos bajo ciertas circunstancias (de la Fuente y Zubiri 2022).
De este modo, se elimina la modalidad temporal de obra o servicio determinado, que había sido ya cuestionada porque suponía una oportunidad para la contratación temporal sin causas claras que lo justificasen. Así, la contratación temporal pasa a estar justificada por solo dos circunstancias: sustitución o circunstancias de la producción, debiendo quedar claras en la propia contratación dichas circunstancias. Con esta modificación, el legislador limita en gran medida la capacidad de la empresa para maniobrar con el objetivo de justificar la contratación temporal en circunstancias que no la justifican, ya que dicha modalidad contractual se entiende como excepcional, siendo la contratación indefinida la que tendría que prevalecer en la mayoría de las circunstancias.
Sin embargo, esta reforma realiza una segunda gran modificación en los tipos de contratación: la reformulación del contrato fijo-discontinuo, y lo hace para ampliar los casos en los que esta contratación puede ser aplicada. Con este cambio, el legislador trata de compensar a empleadores/as la pérdida de su modalidad temporal favorita (obra o servicio) con una nueva formulación de una modalidad contractual que se supone indefinida, pero que, aunque conlleva algunas ventajas, adolece de importantes carencias de cara a garantizar la estabilidad de los asalariados/as. Del mismo modo, ofrece a la empresa ventajas que en algunos sentidos le beneficia más incluso que la propia contratación temporal, favoreciéndole en al menos dos aspectos.
En cuanto a las ventajas para empleadores/as, la primera es la capacidad que esta modalidad contractual otorga a la empresa para decidir unilateralmente los periodos de actividad del trabajador/a de acuerdo a sus necesidades fluctuantes de fuerza de trabajo o a sus decisiones de gestión laboral. Esto es así debido a que la ley no obliga a la empresa a establecer un periodo cierto y concreto de actividad. Según el nuevo artículo 16.2 ET, el contrato «deberá reflejar los elementos esenciales de la actividad laboral, entre otros, la duración del periodo de actividad, la jornada y su distribución horaria, si bien estos últimos podrán figurar con carácter estimado, sin perjuicio de su concreción en el momento del llamamiento». Tanto pronunciamientos previos del Tribunal Supremo[14] como diversos autores han señalado que estas cuestiones no deben depender de la mera voluntad empresarial (Gordo 2022; Goerlich 2022; García Ortega 2022; López Balaguer y Ramos Morales 2022), sino de criterios objetivos, aunque la nueva redacción de la norma no ofrece una definición precisa de los mismos.
De esta manera, el empleador/a gana una gran flexibilidad a la hora de gestionar la fuerza de trabajo, que tiene disponible con una sola llamada; y el trabajador/a pierde la estabilidad en el puesto de trabajo, más incluso de la que perdía con la contratación temporal, ya que la ley ni siquiera obliga a la empresa a definir de forma concreta en el contrato el periodo de actividad que finalmente realice el trabajador/a, quedando este/a a expensas de la decisión del empleador/a.
Además, las modificaciones de la legislación laboral han permitido que la definición de las causas que justifican la contratación fijo-discontinua sean más laxas y amplias, lo que impide el deseable control tuitivo por parte de inspección de trabajo en la aplicación de dicha modalidad contractual.
El segundo aspecto en el que la empresa se ve favorecida deviene precisamente de la situación de dependencia en la que queda el trabajador/a bajo la modalidad del fijo-discontinuo. Como ya hemos señalado, la legislación no obliga a establecer un periodo cierto de actividad laboral definido contractualmente, y ni siquiera garantiza la obligación por parte del empleador/a a llamar a la persona trabajadora para el inicio de la actividad laboral. De este modo, el trabajador/a queda a merced de la voluntad de la parte empleadora de cara a poder trabajar, lo cual supone una posición de clara ventaja por parte del empleador/a en la relación de poder que mantiene con sus empleados/as. Así las cosas, la empresa puede valerse de la amenaza velada, explícita o no, de no volver a llamar a un trabajador/a, o de acortar el periodo de actividad, para extraer de este/a una subordinación extra, más allá de la pactada en el contrato de trabajo y de la regulada por la legislación laboral vigente. Es una nueva oportunidad para la llamada «subordinación ultra-contractual» (Salazar, 2017: 306), siendo el contrato fijo-discontinuo aún más propicio para el empleador/a que la contratación temporal a la hora de ejercer esta forma de relación abusiva.
Entre las ventajas para trabajadores/as, destaca la acumulación de antigüedad, así como la indemnización correspondiente al del contrato indefinido, pasando de 12 días por año del contrato temporal a 20 o 33 días por año, en función de si es despido procedente o improcedente. También adquiere otras ventajas como el acceso a formación interna.
Otras modificaciones introducidas incluyen medidas ventajosas para estos/as, como el encarecimiento de los contratos de corta duración, la simplificación de los contratos formativos y la mejora de las condiciones para empleados/as eventuales en el sector público. Además, se regulan los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo, que supone una flexibilización de la gestión laboral en periodos de crisis para evitar cierres y despidos a costa de trasladar parte del riesgo económico del Capital al Trabajo.
Pese a todo, al margen de las modificaciones realizadas por el legislador, cabe destacar la ausencia de estas en determinados ámbitos claves, como son algunos de los aspectos más lesivos para la clase trabajadora introducidos en la cuarta etapa de reformas, aquellas que se dieron bajo el amparo de la crisis. Nos estamos refiriendo al abaratamiento y facilitación del despido en el caso de contratos indefinidos, que ha socavado la protección frente al despido,[15] reconocida y supuestamente garantizada por documentos como la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE (artículo 30) (de la Fuente 2014). De este modo, el contrato indefinido no supone hoy en día una garantía de estabilidad, aunque en realidad esta garantía ya estaba debilitada antes de las reformas de 2010 y 2012.
Sobre todo, quedan expuestos al despido arbitrario aquellos asalariados/as que no han acumulado una gran antigüedad en la empresa y que, por mucho que cuenten con contrato indefinido, pueden ser despedidos libremente, con un coste de indemnización reducido. Peor es el caso de los nuevos contratados indefinidos, quienes pueden ser despedidos de forma libre y gratuita durante los primeros meses o año, lo que dure el periodo de prueba.
En definitiva, esta quinta etapa de reformas laborales ha sido la única que ha cambiado la tendencia neoliberal de todas las anteriores, siendo la primera que implica mejoras reseñables para el Trabajo. Sin embargo, la magnitud de las mismas es bastante más limitada de lo aparente, ya que solo elimina la precariedad en apariencia: la tasa de temporalidad baja, pero la estabilidad de la contratación indefinida no se restaura, e incluso se degrada a través de la consagración de la modalidad fijo-discontinuo.
A modo de conclusiones, lo primero que deberíamos destacar es que, tal y como hemos visto a lo largo del artículo, todas las medidas y modificaciones analizadas han tenido un impacto opuesto en cada una de las dos partes que forman la relación laboral: lo que beneficiaba a trabajadores/as perjudicaba a la empresa, y viceversa. Cuando se ha pretendido impulsar el beneficio empresarial ha sido a costa de derechos, condiciones y garantías de los asalariados/as, incluso cuando se hacían bonificaciones fiscales a las empresas, ya que se daba reducción de su sueldo indirecto (a lo que luego se han sumado recortes y políticas de austeridad en servicios públicos). Del mismo modo, las pocas veces que han tratado de mejorar las condiciones del Trabajo ha sido a costa de la rentabilidad del Capital: sea aumentando el coste de indemnización por despido, aumentando el coste de la fuerza de trabajo, o la mejora de ciertas condiciones laborales que menguaba la capacidad de gestión laboral de las empresas.
A lo largo del artículo también hemos visto cómo los procesos de reformas se dan en una constante disputa entre patronal y sindicatos, o lo que es lo mismo, entre Capital y Trabajo. Además, todo el proceso ha estado guiado por un doble sentido teleológico contradictorio en sí mismo: por un lado, adaptar el mercado laboral a las necesidades del modelo neoliberal; por otro lado, reducir el impacto que dicha adaptación ha tenido en los derechos, garantías y condiciones laborales de trabajadores/as. El primer objetivo ha tenido mucho más peso, ya que la mayoría de las modificaciones iban dirigidas a este; solo en la quinta etapa ha cambiado esa lógica predominante de orientación neoliberal, aunque más de forma aparente que real y efectiva.
Como balance general de todas las reformas, desde que se instituyó el ET podemos observar una degradación para el mundo del Trabajo y una mejora para el Capital. Dos son las grandes modificaciones que destacaremos: primero, la creación de formas contractuales inestables, como es la temporal y la parcial (y posteriormente las modificaciones del fijo-discontinuo), que han segmentado el mercado laboral introduciendo una suerte de trabajadores/as de segunda categoría (el segundo segmento) ya desde las reformas de los años 80, caracterizados por ser asalariados/as de bajo coste, con los que la empresa no adquiere ningún compromiso y que utiliza a modo de usar y tirar.
En segundo lugar, cabe destacar el socavamiento de la estabilidad del contrato indefinido, cuyas modificaciones continuas en forma de ampliación de las facilidades para el despido, así como el abaratamiento del coste de este, han minado la protección contra el despido libre y arbitrario. Esto supone debilitar uno de los fundamentos del Derecho del Trabajo y, con ello, alterar la relación leonina entre empleador/a y trabajador/a a favor del primero/a, quien tiene cada vez más capacidad de decisión unilateral sobre la continuidad del segundo/a, lo que puede utilizar arbitrariamente para imponerse sobre éste en una práctica que anteriormente hemos definido como «subordinación ultra-contractual».
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[1] Uno de los desarrollos más recientes sobre esta cuestión viene de la mano del Instituto de Estudios Socialistas (2024), que ha realizado una cuantificación de la estructura de clases en Hego Euskal Herria, aportando un criterio operativo muy útil para analizar la composición de clases de nuestra sociedad a partir de los datos estadísticos disponibles.
[2] Cabe destacar que los tres grandes autores que son considerados padres de la sociología, Weber (1981), Durkheim (1982) y Simmel (1981: 200), desarrollaron sus principales obras como reacción a El Capital de Marx, tratando de ofrecer una teorización alternativa a la marxista sobre la oposición de intereses de clases sociales. Más recientemente, Boltanski y Chiapello (2002) han expuesto como el paradigma construido en torno al concepto exclusión ha ido sustituyendo el análisis de clase desde la década de los 80. En la misma línea, según una investigación de Jonathan Rose (2001: 464), entre los años 1991 y 2000 en la red digital de recursos académicos Bibliografía Internacional de la MLA se podían encontrar 13.820 resultados para mujeres, 4.539 para género, 1.862 para raza, 710 para postcolonial y solo 136 para clase trabajadora.
[3] «El Derecho Civil partía de una valoración de equiparación de posiciones de ambos contratantes, no adecuada en el mundo del trabajo, a la vista de la presencia de un contratante marcadamente débil: el trabajador subordinado. De ahí que la orientación desde sus orígenes del Derecho del Trabajo respecto del resto del Derecho Privado no fuera otra que diseñar una intervención legislativa de particular tutela del contratante débil, y sobre la base de ello, distanciarse de las reglas más clásicas de la contratación privada» (Cruz 2012, 48).
[4] Respecto a esta oposición de intereses inherente entre ambas partes, podemos remitirnos a clásicos como El Capital, de Karl Marx (2014), que ya en el S. xix estudió en profundidad cómo el enriquecimiento de los capitalistas se basaba, fundamentalmente, en la explotación del trabajo asalariado. Más recientemente, Thomas Piketty (2014) ha demostrado como, a largo plazo, la desigualdad social se dispara precisamente porque la tasa de rentabilidad del Capital es significativamente mayor que la tasa de crecimiento de los salarios obtenidos por trabajadores/as.
[5] «Un crecimiento económico muy intenso (aunque partiendo de unos, niveles de auténtico subdesarrollo), con unas fuertes inversiones extranjeras, facilitaba la viabilidad de este modelo de empleo masculino estable muy protegido. Durante décadas, el “empleo fijo” ha sido el pilar para el modelo español de integración social y de estabilidad política, fuertemente basado en la institución de la familia católica» (Laparra 2007, 90).
[6] «Mientras los trabajadores que tenían un contrato «fijo» no se veían en absoluto afectados por la reforma, los trabajadores con contrato temporal iban a ser los llamados a soportar en exclusiva está flexibilización del empleo» (Laparra 2007, 93)
[7] «Los logros sociales de esta huelga fueron provisionales, y unos pocos años más tarde, entre 1992 y 1994, se vieron volatilizados. Las reformas limitaron las prestaciones por desempleo, intensificaron la temporalidad del empleo, legalizaron las empresas de trabajo temporal e introdujeron un nuevo contrato de aprendizaje» (Laparra 2007, 94)
[8] «La Ley 32/1984 se propuso el fomento del empleo a través de la contratación temporal sin exigencia de causa; una fórmula que, aunque efectivamente multiplicó los contratos temporales redujo de modo drástico los indefinidos, provocando una «dualidad» en el mercado de trabajo de la que aún no nos hemos recuperado» (Montoya Melgar 2014, 16).
[9] «La Ley 14/1994, de 1 de junio, liberalizaba la intermediación en el «mercado de trabajo», suponiendo el final del monopolio de los Servicios Públicos de Empleo en las labores de intermediación y colocación, favoreciendo la proliferación de las Empresas de Trabajo Temporal (ETT), las cuales firman unos nuevos Contratos de puesta a disposición de sus trabajadores al servicio de terceras empresas. Estos contratos pasan desde 129.118 en 1995 a 2.002.039 en 1999, permaneciendo en esas cantidades anuales hasta una nueva subida desde el 2004 hasta llegar a 2.705.043 contratos en 2007, para descender por la crisis y volver a subir hasta 4.342.824 en 2019 y, finalmente, 3.414.733 en 2020» (de la Fuente y Zubiri 2022, 202).
[10] «A partir de la entrada en vigor del nuevo ET, será obligatorio que todos los convenios colectivos de ámbito superior a la empresa incorporen una cláusula en la que se prevea las condiciones de no aplicación del régimen salarial del mismo a las empresas cuya «estabilidad económica» pudiera verse dañada por mantener los niveles retributivos fijados en aquel. La inaplicación de las condiciones salariales del convenio de ámbito supra-empresarial se completa con la negociación, entre la empresa y los representantes de los trabajadores, de los nuevos términos retributivos que respeten la estabilidad económica de la empresa, la co-determinación del salario a la baja aparece, así como el contenido impuesto por la norma de una participación de la empresa, un tanto dolorosa para los trabajadores» (Baylos 2003, 136-137).
[11] «La política de fomento de los contratos temporales, que se inauguró en 1984, no sólo produjo una altísima tasa de precariedad laboral y un mercado de trabajo segmentado, sino que produjo además efectos desastrosos para la Seguridad Social, por causa de una no prevista «rotación de la mano de obra» incontrolada (contrato temporal-desempleo subsidiado-contrato temporal, etc.). Ello motivó un intento de reconducir el flujo de la contratación hacia nuevos contratos indefinidos, si bien con una indemnización reducida por su extinción: el llamado contrato para el fomento de la contratación indefinida» (Monereo 2011, 226).
[12] El dogma neoliberal consiste en «la triple noción de que el crecimiento económico es un fin superior, que la mejor manera de lograrlo es incentivar y beneficiar a inversores y empresarios, y que dichos objetivos y medios imponen y merecen el sacrificio social y la renuncia a los derechos sociales en torno al trabajo consagrados durante el modelo social» (Salazar 2017, 45).
[13] «Diseñar adecuadamente estos nuevos tipos de contratos para que el contrato indefinido sea la regla general y el contrato temporal tenga un origen exclusivamente causal, evitando una utilización abusiva de esta figura y una excesiva rotación de personas trabajadoras»
[14] Sentencia del Tribunal Supremo del 30 de julio de 2020 (RCUD 728/2020).
[15] «La consagración del principio de causalidad en el despido tiene su origen en la ley de contrato de trabajo de 1931 y se ha mantenido formalmente hasta nuestros días. Sin embargo, ya desde su génesis, las consecuencias del despido sin causa se han asociado al pago de una indemnización al trabajador, siendo excepcional la readmisión del mismo en la empresa, sólo presente en los despidos nulos. Aún dentro de estas estructuras jurídicas, la evolución normativa del despido en España ha tenido dos variables de transformación. De un lado, la descausalización del despido, que lo convierte, sobre todo en el plano individual, en un despido libre con una indemnización tasada. De otro lado, la reducción considerable de la indemnización del despido improcedente y la búsqueda de certeza empresarial en la previsibilidad del coste extintivo» (Lahera y García, 2007: 50).